Desde hace unas cuantas semanas, de vez en cuando, me acuerdo de la que fue la «caja de los tesoros» de mi infancia. Probablemente hubo más de una, pero casi con total seguridad, la primera debió de ser una caja de bombones vacía. Más adelante, creo recordar que la sustituyó una de metal rectangular. Creo que además tenía unas flores en relieve. La caja era, ya en sí misma, un tesoro. De dónde salió no lo sé.
Me dejo llevar por el recuerdo y me coloco en el instante en que sacaba aquel receptáculo del lugar en que lo guardaba y procedía a abrir lentamente la tapa y a husmear en su interior, observando cada objeto como si fuese la primera vez que estaba en mis manos. Sin la mínima duda puedo afirmar que allí dentro había: varios botones de nácar de diferentes tamaños, una piedra blanca redondeada y suave, una pluma de urraca, una cinta de raso estrecha y deshilachada en un extremo, canicas, una bellota y varios cascabillos, una piedra que parecía azul oscuro pero que brillaba negra cuando la chupaba, cuerdas de las que se usan en las pastelerías, una brillante castaña pilonga, alguna moneda extranjera, una goma de borrar con olor dulce.
La memoria sensorial es potente y en la boca del estómago siento algo parecido a un nerviosismo feliz, el deleite que me producía abrir aquella caja y, simplemente, mirar y tocar aquellas cosas pequeñas. Imaginar el toqueteo de mis manos pequeñas de aquellas cosas más pequeñas aún extiende el cosquilleo desde mi cerebro a mis extremidades.
Dar con algún objeto que mereciera ser guardado era también un acontecimiento: encontrarse con él, recogerlo del suelo, evaluar si tenía valor suficiente para ser conservado y disfrutado una y otra vez durante los meses venideros, guardarlo con cuidado en un bolsillo, acordarse de él al llegar a casa para que no acabara en la lavadora, o peor aún, en la basura.
Aprendí también que hay cosas que no permanecen: flores que se desintegran con el tiempo, papeles que pierden el olor, metales que se oscurecen y acaban manchando los dedos.
Ayer, con dos grupos distintos de personas y llegando por distintos caminos, terminamos hablando de la percepción errónea de perpetuidad que tenemos sobre nuestros archivos contemporáneos. Un error mecánico, un fallo eléctrico, un evento magnético o la misma evolución tecnológica o una contraseña olvidada podría acabar con todo eso que pensamos que tenemos tan bien guardado.
Hace unos meses intenté acceder a mi disco duro externo. Lo conecté y el ordenador no reconoció el dispositivo. Lo llevé a un sitio donde arreglan esas cosas y me dijeron que recuperar la información podía costarme entre 300 y 2000 euros. Muchas gracias, adiós. Hacía unos cuantos años que no había intentado acceder a esa información. Solo lo hice porque quería aligerar el contenido de mi ordenador, no porque estuviese buscando algo. Estaba claro que, si había pasado varios años sin lo que había allí dentro, bien podía pasar el resto de mi vida. Un MariKondo de manual y por sorpresa. Además, ni siquiera recordaba qué es lo que tenía. Supongo que ensayos del doctorado, centenares de fotos, archivos de antiguos trabajos. Me dio bastante igual.
Sin embargo, la caja con las cartas que guardo desde que era joven sigue estando en perfecto estado. Las fotos antiguas de mi padre no han perdido ni un ápice de nitidez. Las diapositivas que mi abuelo tomaba compulsivamente siguen conservando sus vivos colores.
¿Qué archivo perdurará de nuestro tiempo? Me resulta extraño pensar que podré leer las cartas que recibía con quince años pero no podré ver las fotos de cuando tenía treinta. Parece que todo dura menos que nunca.
Sigo con la idea de volver a tener una caja de tesoros. Una caja que abrir despacio, con los nervios de la anticipación de lo que voy a encontrarme. Una caja en la que meter las manos y toquetear pausadamente todos esos objetos valiosísimos, esos trocitos de tiempo y espacio cargados de magia y significado. Un archivo táctil de lo que importa.
Me encanta este tema porque no deja de ser curioso lo que avanza la tecnología y lo difícil que es encontrar un formato que perdure para conservar nuestros recuerdos. Yo he perdido diarios digitales y también discos duros enteros, así que tengo una libreta y a papel y boli de toda la vida. Y luego hay otras cosas que encomiendo a la nube... ya veremos si sobreviven al tiempo
También pienso bastante en este tema. Cada cierto tiempo me repito que debería imprimir algunas fotos y ponerlas en un álbum, o reunir algunos textos que no sé dónde mostrar y llevarlos a la copistería. Me ha gustado leerte y tienes razón: hay cosas de hace un siglo que son más permanentes que las de hace un año.