«Ponerse en creación es pasar mucho tiempo escribiéndote por dentro en un diálogo cruzado.»
Cuaderno de Siempre vengo de noche, Alberto Cortés.

Me resulta increíblemente interesante cualquier escrito en el que un/a autor/a se muestra ante a su proceso creativo. Leo con curiosidad libros en los que se desgranan técnicas, manías, rituales llevados a cabo por artistas a la hora de ponerse a crear. Me interesan especialmente los textos en los que dan vueltas sobre la idea en la que están trabajando, mirándola del derecho y del revés, para encontrar la posición que más se ajusta a lo que están intentando transmitir. También me apasionan aquellos que hablan de otra cosa pero en los que se cuela la reflexión sobre el acto en sí de la escritura. Sin embargo, cuando se intenta teorizar sobre «la literatura» pierdo rápidamente el interés.
«Cuando me dispongo a pensar la poesía y la sujeto como un estandarte se me desmorona todo, porque en la reflexión se marchita ella.»
Tampoco me gusta la metapoesía. No soporto los poemas en los que aparece «el poema», esos en los que «el poema» se va haciendo a la vista de todo el mundo. Me dan vergüenza, propia y ajena. Siento un pudor terrible, como si estuviéramos siendo testigos de un momento íntimo y secreto, de algo que podría ser hermoso pero queda rebajado al primer plano de un movimiento torpe de cosas que entran, salen, se deslizan, se doblan, mientras hacen ruiditos de succión.
En la literatura, y en especial en la poesía, busco que aparezca ante mí la maravilla y me sorprenda, que me de un bofetón y me deje aturdida. No quiero ver cómo se monta el escenario.
No obstante, meterme en la cabeza de alguien que está rumiando una idea es un plan perfecto para pasar la tarde. Cómo parece atisbar un camino para aquello que desea transmitir y del que luego se desdice. La proliferación de escenarios, la multiplicación de las opciones, la visión desbocada de un artefacto creativo más grande de lo que se puede masticar, para después ir despojándolo lentamente de sus capas. La lucha por entender qué parte de todo lo que se ha creado merece seguir vivo y qué debe desaparecer.
«Escribir y mover cosas con el cuerpo (no sé lo que digo ahora exactamente, pero sé que así puede darse la poesía).»
Por extraña o vaga que pueda parecer esta afirmación, creo que es una forma que se acerca bastante a mi manera de escribir. Pero, ¿en qué sentido? Porque ¿qué es mover, qué son cosas, con el cuerpo de quién? A mí se me mueven bastante las tripas cuando escribo y ahí va todo: movimiento, cosas, cuerpo. En alguna ocasión, se me vuelven los ojos hacia dentro, y esto sí es literal y también es cuerpo y movimiento. También se me re/mueve la memoria o la agito a propósito. A veces me coloco mentalmente en mitad de una escena: una habitación con una luz concreta, un paisaje con cierta temperatura, un espacio en el que se oye un sonido concreto. Aquí el movimiento es estasis y el cuerpo está en los sentidos. ¿Qué traigo de ese sitio a este momento?
Otras veces el lugar mental se parece a esa concentración de quien va buscando el orgasmo, intentado que esa mecha que se ha encendido no se apague antes de llegar al cartucho de dinamita. Voy construyendo lentamente el escenario que me llevará a la emoción que estoy buscando a la vez que llevo en las manos una bandeja llena de frascos de nitroglicerina. Y en el instante en que tropiezo, justo cuando abro la boca para coger aire justo antes de que explote, congelo el tiempo. Busco con insistencia ese punto exacto.
«[…] quiero con urgencia congelar esa emoción, sacar la foto.»
Sacar la foto, revelarla y colgarla frente a mí. Regodearme en las partes iluminadas y elucubrar sobre lo que hay en la sombra. Aunque el paisaje nunca haya existido y las personas de la imagen siempre hayan sido fantasmas.