«Leí su libro. La siento cercana como a todas las mujeres que escriben. No se ofusque por ese “todas”, —no todas escriben; escriben solo ciertas entre todas.
[…]
Pienso en usted desde el día en que la vi, —¿hace un mes?»
En realidad, pienso en usted desde antes siquiera de saber que existía, tal vez incluso antes de que existiera. Por eso, porque nos conocemos desde hace mucho, permíteme que te tutee. Llevas conmigo tanto tiempo. Desde aquel bolígrafo verde que olía a manzana, desde aquel bloc de rayas en el que empecé a escribir mi primera novela. En algún resquicio de mi imaginación, ya latías. En la adolescencia te llamaba «musa», «divinidad», pero era porque no conocía las palabras «deseo» ni «referente».
¿Sabes cuando miras a alguien y no sabes si quieres ser como ella o tener algo con ella? Siempre se me han mezclado esas dos emociones, probablemente porque el deseo siempre está impregnado de admiración. A veces también el otro extremo, la repulsión, tiene algo de atracción. Ocurre cuando no puedes dejar de mirar a la cucaracha que se pasea por la encimera.
Pero decía que pienso en ti desde que tengo memoria. Al principio, y aún hoy a veces, no eres más que una presencia traslucida, un borrón que se mueve por la casa a una velocidad distinta al resto del mundo. Una forma desenfocada a la que acompañan un zumbido y una descarga eléctrica. Tzzz. Como cuando metí los dedos en el agujero para la bombilla con la lámpara enchufada. Estaba hablando por teléfono. Al otro lado, quien fuese que llamaba no se dio cuenta de mi pequeño grito. Recuerdo que, como si no hubiera comprendido lo que había pasado, volví a meter el dedo y la lámpara me mordió de nuevo. Tzzz.
«Cuando era joven, tenía prisa por decirme, temía siempre dejar pasar la ola que surgía de mí y me llevaba hacia la otra (…) temía siempre no amar más: no saber nada más. Pero ya no soy joven y aprendí a dejarlo pasar casi todo —irremediablemente.»
Ya no soy joven y sigo teniendo prisa por decirme. Me repito constantemente que quiero hacer las cosas despacio. Pero es que mira, ya está abril ahí tocando la puerta. ¿Y qué he hecho? ¿De qué maneras me he nombrado, me he colocado en el mundo, me he enfrentado al afuera? ¿Con qué actitud he llegado a las otras? ¿Estoy dejando pasar alguna ola? No quiero dejar pasar las cosas, ni dejar que las cosas pasen sin querer.
Pienso mucho en recuperar la desmesura, que para mí es un río muy ancho y un bosque muy denso y una flor muy olorosa y un dolor de cabeza y de estómago de los que no quieres salir. Es ir a la cocina y sorber a escondidas por uno de los dos agujeros de la lata de leche condensada. Es ponerte una canción en bucle hasta que te hace llorar. Es mirar la luz a través de las ramas y quedarte sin respiración. Irremediablemente.
Cada día que pasa floto con más facilidad sobre ese río ancho, pero es porque cada vez soy un poco más de corcho. Y lo único que quiero que me engulla un remolino.
«Cada vez que renuncio me da la sensación de un terremoto dentro de mí. Soy yo —la tierra que tiembla.»
Se repite siempre, como las réplicas de los temblores, la idea de la renuncia, de dejarlo todo, del para qué, del qué sentido tiene. ¿Adónde nos lleva este empeño que, por otro lado, nunca consideras lo suficientemente pertinaz? (Fíjate, he cambiado sin darme cuenta a segunda persona, pero no sé si me hablo a mí o te estoy hablando a ti. O, incluso, si acaso somos tú y yo la misma entidad en distintos puntos del tiempo o del espacio.)
Pienso en la niña del boli verde que olía a manzana. En la adolescente que se inspiraba en su musa del momento. En la adulta de emoción entumecida que escribe esto. Pienso en rescatar a las tres, subirlas a una balsa inflable y darles un viaje por las aguas bravas de un río que baja crecido y desmesurado tras las lluvias. Que choquen entre sí con fuerza sus cabecitas protegidas por cascos de colores neón. Que vuelen por los aires con los saltos. Que caigan por la borda y salgan a la superficie después de ser revolcadas por la fuerza del agua. Que les falte el aire y sientan miedo y el agua helada las despierte de golpe. Que el corazón vaya a salirles por la boca. Y cuando pisen de nuevo tierra, que les tiemblen tanto las rodillas que tengan que tirarse al suelo. Y que se rían, que ser rían mucho. Juntas. Las tres. Que se miren, se reconozcan. Y que eso se sienta como una descarga. Tzzz.
A veces escribes o lees cosas que se te pegan al estómago. Yo lo primero que siento es una especie de tensión en la mandíbula y querer quedarme ahí. La palabra es gozo, creo. Ahora sumo 'descarga' a esta idea. Tzzz.